¿A dónde va la luna?

Volvíamos a casa en coche y el sol acababa de ponerse. Mis hijos iban sentados atrás. Ella tiene casi un año y medio; el chico tres recién cumplidos. A nuestro alrededor corrían los campos y los bosques. Al fondo, en el horizonte, las montañas azules escondían la última claridad del cielo. A nuestra izquierda, una luna grande y redonda brillaba tenue entre las nubes.

-¿A dónde va la luna, papá?

La pregunta me cogió por sorpresa. Entendí que para él la luna corría a nuestro lado, surcando los cielos y pasando veloz tras las copas de los árboles. Bajé la música tratando de concentrarme. Era una pregunta sencilla, pero resultaba difícil explicarle la respuesta a un niño de tres años. Pensé en responder sobre efectos ópticos, sobre que en realidad la luna no se movía. Luego pensé que, siendo honestos, la luna sí se mueve. Y la Tierra también. Y pensé en la gravedad, en el sistema solar y en el movimiento de los satélites. Carraspeé un poco. Él se impacientó.

-Eh papá, ¿a dónde va la luna?

Sonreí. Caí en la cuenta de la grandeza de aquel momento. La pureza de la percepción de mi hijo. Para él no había duda: la luna corría por los cielos a toda velocidad. Pensé en la suerte que tenía por ver el mundo así. Un mundo donde no hay doblez, donde no es necesario leer entre líneas y donde todo existe tal como lo ves.

Y no quise cambiar eso. Aún no.

-Se viene con nosotros, Hugo -respondí- La luna se viene con nosotros.

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