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El aparcamiento a pie de playa estaba hasta los topes. En el agua, unos veinte surfistas se repartían una marejada del noreste que había crecido con fuerza durante la mañana. Yo acababa de salir del agua y caminaba despacio hacia el coche. La tarde era cálida a pesar de que la primavera acababa de empezar y las olas rompían con calidad y fuerza.

En pequeños grupos alrededor de los coches los amigos conversaban sobre el baño y algunas chicas reían y se hacían confidencias. En la orilla, un grupo más numeroso criticaban cada una de las olas que cogían los de dentro. "Todo parece fácil en seco", me dije mientras goteaba agua salada. Tras una furgoneta, una rubia atlética se subía la cremallera del traje bajo la presión de cuatro chavales que no le quitaban ojo. Una tarde típica de surf mediterráneo.

En esas estábamos cuando un coche con tablas en la baca irrumpió a toda velocidad. Un par de frenazos escandalosos después aparcó, captando la atención de todos. Salieron de él dos chicos y una chica. Apenas habían doblado los veinte años y una post-adolescencia rebosante de attitude les envolvía. Pantalones stretch, camiseta ajustada y gorra surfera ladeada. Enormes gafas de sol, pendientes y algún tatuaje. Un anuncio de ropa a doble página había cobrado vida ante nuestros ojos.

Bajaron las tablas de la baca, se pusieron las mochilas a la espalda y echaron a andar hacia la playa. Un paseo aparentemente relajado, pero calculado al milímetro. Un paseo que, para ellos, valía tanto como la mejor ola del día.

(Este artículo lo publiqué originalmente en SurfStories, blog actualmente offline, bajo el mismo título y ha sido corregido para esta entrada)

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